«El Fotógrafo y la Libélula» es una narración de ficción autobiográfica, con dos partes bien diferenciadas. En la primera con un lenguaje reverente, casi poético, conocemos a la libélula, vista con los ojos del fotógrafo, desde el del visor de su cámara. Concluida la sesión fotográfica, la narración, se vuelve mucho más irrespetuosa y mordaz, sumergida ya de lleno en la figura del fotógrafo.
Insisto en que es un relato de ficción, salvo los datos, nada es lo que parece. Narrado en primera persona, se puede confundir al autor con el personaje. La comparación entre ambos será una tentación que habrás de resistir, sobre todo, si me conoces. Y, aunque en principio parezca una contradicción, verás que es «real» el tercer personaje de ficción, que aparece y que funciona, como el alter ego emocional del fotógrafo. La narración contiene puntos de giro y matices, que espero haber sabido expresar con precisión, para que resulte agradable y enriquecedora su lectura.
LA LIBÉLULA
La veo venir, como un proyectil, emitiendo un apenas audible claqueteo de Harley-Davidson, que finaliza, abruptamente, en una oxidada barra de hierro corrugado situada a dos metros de mi. La libélula, de espaldas, me apunta con sus apéndices anales como un gladiador con su tridente. A pesar de su posición, sé que me está vigilando desde su completo ángulo de visión de 360º . Así es que, muy despacio, ajusto los parámetros de la cámara, enfoco y disparo.
Tras el disparo, como si hubiese sido de escopeta, el animal asustado, sale volando describiendo un circulo de varios metros en una exhalación, para volver de nuevo al posadero y situarse de frente a mi, desafiante, a la vez que extendiendo una pata parece que me apunta, señalándome hostilmente, con los garfios de su extremo.
Pongo la cámara espejo arriba, en modo silencioso, con un imperceptible movimiento de mis dedos, sin apartar la vista del visor. Mientras, permanecemos inmóviles, como dos duelistas, estudiándonos mutuamente. La libélula a cuerpo descubierto desde su atalaya y yo parapetado tras la cámara, mantenemos la mirada. Yo, con un solo ojo y ella desde los ojos más grandes que un insecto puede poseer en el planeta Tierra.
Recuerdo absorto, que una sola de esas grandes bolas contiene más de 30.000 omatidios y que el ojo de una mosca apenas llega a los 1000. Visualizo el dibujo del omatidio con su correspondiente córnea, cristalino y células fotorreceptoras. Me asombra esa potente maquinaria de visión multicolor en alta definición, capaz de localizar el más leve movimiento de una mosca o de un mosquito, a 20 m de distancia, en cualquier dirección del espacio. Eso incrementa mi admiración hacia el animal, sin que, cruelmente, asome el más mínimo atisbo de compasión por las moscas y mosquitos.
Muy lentamente, me muevo a su alrededor, fotografiando embelesado, como un turista ante el David de Miguel Ángel. El insecto permanece inmóvil con las alas extendidas. Así, hierático y brillante, también me parece una estatua de mármol pulido, soberbiamente pintada por la paleta de un gran maestro. Me fijo en los ojos que, como el resto de su cuerpo, cambian de tono según el ángulo de incidencia de la luz. En ese instante, son de un verde tan refulgente, que me parecen dos duras gemas de jade jaspeado que, como dos ostentosos escudos, protegen su cabeza.
La veo abrir ligeramente su potente mandíbula y me parece que hasta tiene dientes como, pienso, le debió parecer al zoólogo Christian Fabricius, que puso nombre al Orden, Odonata, que significa dotada de dientes. Sonrío porque sé que es una hipérbole más atribuida a estos insectos, protagonistas de terribles leyendas, mientras recuerdo su nombre en inglés, Dragon-fly.
La libélula , molesta por la pertinaz visita, ejecuta un amplio vuelo circular y vuelve otra vez al hierro. Me fascinan esas alas transparentes, reticuladas por venas entrecruzadas que, a modo de finas láminas de ópalo, se iluminan con la gama del arco iris. Sé que su fragilidad es solo aparente, que en realidad, es una estructura resistente capaz de proporcionar un vuelo veloz, en cualquier dirección del espacio, incluso hacia atrás, Memorizo sus récords de velocidades, próximas a los 80 Km/h y de hasta 130 km/h con viento, que le sitúan como uno de los animales más raudos de la Tierra.
Con un vuelo ascendente, veo que se coloca de nuevo en el extremo del hierro y lo abraza con sus patas como si quisiera arrancarlo. En esta posición, perfectamente horizontal, me parece un helicóptero con el bambi suspendido, rebosante de agua, a punto de derramarse sobre el incendio forestal. Ahora , me parece que el tórax del insecto tiene consistencia metálica y hasta creo vislumbrar una puerta, como en la panza de un helicóptero, de la que me imagino saliendo a bomberos diminutos, con sus cascos y monos puestos, perfectamente alineados, como una filita de hormigas amarillas, caminando equidistantemente erguidas.
Definitivamente sé que estoy ante una obra maestra de la naturaleza, con un cuerpo y un diseño tan perfecto que, salvo por el tamaño, se ha mantenido intacto durante 320 millones de años, cien millones de años antes de la aparición de los dinosaurios. Me sorprende estar contemplando al insecto más antiguo del planeta con la más eficiente configuración depredadora.
EL FOTÓGRAFO
La modelo, amuermada ya por la ausencia de paz, se aleja para no volver. Yo, con la mente aún envuelta en la reciente bacanal de colores y formas, y con la excitación propia del cazador que ha cobrado su presa, me siento como un rey de cacería de elefantes en Botsuana.
Entusiasmado comienzo a visionar las imágenes en la pantalla de la cámara, mientras que el artista vanidoso que hay en mi, ya sueña, excitado, con el primer premio del Wildlife Photographer of the Year. Casi ya con la primera foto que veo, inicio un descenso vertiginoso del Olimpo de los Dioses, uniformemente acelerado conforme las imágenes se van sucediendo. Al menos servirá alguna para mi perfil de Facebook, concluyo al acabar la revisión. Aliquebrado ya, amplio algunas imágenes y constato la evidente falta de nitidez. El artista que había en mi me abandona definitivamente y me reconcilio con la puesta de sol, con plaza fija, de mi perfil de Facebook.
Y vuelvo a casa, igual que regresa un rey de safari en Botsuana, ideando disculpas con expresión bobona. Que si la libélula es un insecto demasiado grande para que todo salga enfocado. Que si la profundidad de campo en macrofotografía es muy pequeña. Que si el viento habrá movido la cámara. Que si tenía que haberme comprado un trípode más caro…
Rumio lo de la ausencia de nitidez, un error de principiante. Entonces repaso mentalmente mi protocolo para evitarlo. He utilizado trípode y el modo espejo arriba de la cámara, para evitar la más mínima vibración. También he diafragmado lo suficiente, aunque para ello haya tenido que subir la ISO. He utilizado una velocidad acorde al movimiento del animal. Incluso he buscado el paralelismo entre el plano focal del objetivo y el cuerpo del insecto. Y a pesar de todo eso, no salen enfocadas. Solo puede ser una cosa, deduzco: se ha estropeado el sistema de enfoque, bien de la cámara o del objetivo. El asalariado que siempre he sido, se sumerge, contrariado, en una macabra danza de números rojos.
Ya en casa, desganado, conecto la cámara al ordenador, transfiero las fotos y me llevo una grata sorpresa: ¡Están nítidas! ¿Cómo es posible? Evoco toda la secuencia del visionado en el campo y entonces, ¡manda huevos!, caigo en la cuenta de que no me puse las gafas de cerca, porque me las habías olvidado en casa. Un despiste lo tiene cualquiera me digo, mientras el viejo sabio que ya soy, me recuerda que es uno detrás de otro. Vale, «Me he equivocado, no volverá a ocurrir”, me escucho decir en voz alta con cara de no creérmelo. Y me siento aliviado, exactamente igual que un rey que, a pesar de haberla cagado por enésima vez, sigue conservando su trono.
Una tras otra, voy revelando las imágenes en el pc. Rememoro esos instantes que, ahora me parecen mágicos y que me hacen sentir, como un voyeur espiando un mundo ancestral y salvaje. Me deleito extrayendo, con el programa de edición, los tonos, detalles y luces del anodino raw que, como una deslucida ninfa, poco a poco, se va transformando en una hermosa libélula, que ahí, en la pantalla, parece, si cabe, más magníficamente perfecta. Impaciente, como un niño la víspera de Reyes, ya estoy planificando la próxima salida fotográfica. El Wildlife Photographer of the Year, de momento, ni está, ni se le espera.
Guardo los archivos, muy celosamente, en la carpeta «Libélulas», como si fueran los comprometedores movimientos bancarios de una opaca fortuna en Suiza. Sé que ahí descansarán junto a las otras libélulas, en lo que para mí, es mi más preciado rincón de breves momentos bellos. De este modo, con mi tesoro a buen recaudo, apago el ordenador y me voy a la cama, tranquilo y satisfecho. Igualito, oye, que un rico rey defraudador, tras regularizar su situación fiscal con calderilla.
FIN
Todas las imágenes son del autor, excepto las dos que hacen referencia al fósil Meganeura, que son de libre difusión para fines didácticos.
Si has llegado hasta aquí y te ha gustado, compártelo por favor, a la libélula le encantará. Harás feliz al fotógrafo y te contestará gustoso, si dejas tu comentario.
Si se ha despertado tu interés por las libélulas y quieres conocerlas más, a continuación te dejo un enlace a un precioso documental de Odisea.
6 comentarios
Espectaculares fotografías y precioso relato: divertido y didáctico.
Me encanta tu estilo.
Gracias por crearlo y compartirlo.
Gracias a ti, Carlos, por tu comentario. El objetivo era ese, que la lectura resultara divertida y enriquecedora. Me alegra mucho que te lo haya parecido.
Que bueno aprender tantas cosas de las libèrulas de tan real y mordaz narrador…un disfrute de lectura!
Muchas gracias Elisa. Un honor recibir tu comentario y un orgullo que te haya complacido.
Después de leer el último relato “El camino de la vida”, me he puesto a cotillear en tu blog y he empezado por el primero, el de la libélula; preciosas fotos, precioso relato y preciosa ella, tan suave y delicada y fuerte a la vez, te seguiré leyendo porque eres un pozo de sabiduría. Un abrazo virtual y no te dejes las gafas atrás, que ya tenemos una edad 😄
Jajaja. Gracias Alfonsi. Si, tienes razón. Hago el firme propósito de no volverme a olvidar las gafas, como digo en el relato, pero el despiste crece exponencialmente con la edad, como la pérdida de visión. Un abrazo