«Noche de otoño » narra las tribulaciones de un personaje durante una noche en un hotel rural en la comarca de la Vera (Cáceres). Allí han acudido, como en otras ocasiones, un grupo de amigos a pasar el fin de semana. Obligado a pasar la noche fuera por un inoportuno despiste, rememora la historia y algunas de las experiencias vividas con los amigos, salpicadas de referencias cinematográficas, mientras fotografía el paisaje nocturno de la Vera.
SERENDIPIA
Son las 12 de la noche del viernes y todo el mundo se ha ido a dormir. A mi también me gustaría, pero estoy solo en una habitación y cuando he ido a entrar, la llave no está puesta ni la encuentro en mis bolsillos. Me la he debido dejar dentro de la habitación y la única forma de solucionarlo es llamando al dueño, pero no son horas. Por fortuna, tengo los bártulos de fotografía en el coche, así es que los recojo y me propongo explorar los alrededores del hotel.
La verdad es que está siendo un final de otoño espectacular. Ha llovido mucho y los prados están encharcados. Los ocres otoñales pintan un paisaje de naranjos y limoneros, repletos de fruta ya madura. Con la contemplación de los limones, me asalta la máxima que describe perfectamente mi situación en ese instante: «Si la vida te da limones, hazte una limonada».
Es una noche serena, la temperatura es excelente y no hay nada de viento, lo que me permitirá hacer largas exposiciones sin que los sujetos salgan movidos. Además, aunque con muchas nubes, hay luna llena que ilumina el paisaje y niebla que comienza a echarse. Los cambios de luz y condiciones atmosféricas siempre son oportunidades fotográficas, aunque no es lo habitual hacerlo de noche, sin haber explorado antes el lugar y preseleccionado los encuadres. La fotografía nocturna, normalmente, requiere de una previa planificación.
A pesar de las circunstancias estoy contento, intuyo que el infortunado despiste me va a brindar la oportunidad de fotografiar el otoño, que ya tenía ganas y, además, hacerlo de noche. «Lo mismo hasta sale algo bueno de todo esto«, pienso. No creo en el destino, el azar existe pero en ocasiones, incidentes en apariencia desafortunados, esconden buenos propósitos. Sí, el azar es un Tartufo que juega con el engaño. Aunque tengo la costumbre de llevar siempre conmigo el equipo de fotografía, no había pensado utilizarlo por no restar tiempo a la siempre reconfortante compañía de los amigos. Puede que la llave olvidada sea una serendipia.
Contemplo la apacible quietud del enorme salón acristalado, que ocupa la parte superior del hotel, cuando aún resuenan en mi cabeza los ecos de las voces y las risas, de hace unos instantes, en su interior. Era, como siempre, un esperado encuentro entre amigos, pero más ansiado aún, en esta ocasión: es un homenaje a la jubilación de dos de ellos , aunque estos lo ignoran.
LOS AMIGOS
Un roble, de porte imponente, me parece que se inclina hacia el hotel y sé que es casual, pero lo interpreto como una señal. Es grande y sólido, pleno de ramificaciones que muestran cicatrices curadas, sobre una piel ya curtida por muchas primaveras y demasiados inviernos. Exhibe una fortaleza tan grande como su edad, con la desnudez propia del que conserva solo lo necesario. Me parece una excelente metáfora, para una amistad que se inició más de medio siglo atrás.
Entonces éramos como esos pequeños arbolillos, un grupo de niñas y niños que, como el barrio, nos estábamos desarrollando. Nuestro barrio era el San Genaro de Cuéntame antes de empezar la serie, un conjunto de idénticos hexaedros de ladrillo visto de cuatro alturas, separados por amplias explanadas de tierra. Un espacio polivalente que daba para multitud de juegos, desde concurridos partidos de fútbol, hasta largas carreras ciclistas con chapas, en improvisados circuitos de obstáculos, que simultaneábamos con el balón prisionero, el escondite inglés, la goma, la rayuela, el pañuelo, la peonza o las canicas.
Las abundantes zanjas de los cimientos de los bloques en construcción, eran trincheras en las que se libraban cruentas batallas a pedradas, con sus correspondientes treguas para evacuar a los heridos descalabrados. Ganaba el bando que menos bajas tenía. También hacíamos frecuentes expediciones al Campo de Tiro. Agazapados tras el muro donde se colocaban las dianas, escuchábamos emocionados las detonaciones y los silbidos de las balas sobre nuestras cabezas. Cuando los militares se retiraban recogíamos los casquillos y, con suerte, algunos proyectiles enteros que después arrojábamos al fuego para ver como explotaban.
En un mundo adulto de instituciones sórdidas y represoras, la calle era un espacio salvaje de libertad y era nuestra, aunque Fraga sostuviese lo contrario. Es verdad que no teníamos casi nada, pero tampoco nada echábamos de menos.
LA IGLESIA DEL BARRIO
Ya en el inicio de la adolescencia, acabamos en la iglesia del barrio, regentada por curas y algunos seminaristas próximos a la teología de la liberación. Con estos celebrábamos informales misas dominicales sentados en corro, en un pequeño local del barrio propiedad de la iglesia. Tras la misa, ya que las sillas estaban en círculo, aprovechábamos para jugar a «Las sillas», al «Teléfono escacharrado» o «A la zapatilla por detrás» (a la zapatilla por detrás, tris tras, ni la ves ni la verás, tris tras…). Por las tardes nos dejaban solos en el local y jugábamos a ser adultos. Bebíamos, fumábamos y bailábamos, también «agarrado» cuando sonaban «Los sonidos del silencio» de Simon & Garfunkel o Adamo cantando en español (mis manos en tu cintura, pero mírame con dulzor…).
Andábamos por los 15 años, éramos niños aún, pero muchos ya soportaban una larga jornada laboral que, en algunos casos terminaba en una academia nocturna para poder seguir la enseñanza reglada. Apenas unos pocos , con la ayuda de becas y trabajos esporádicos, gozábamos del privilegio de ser solo estudiantes.
La iglesia del barrio resultó una escuela de vida en la que se forjaba carácter. Su importancia se debió más a la adquisición de valores como el amor, la amistad, la solidaridad o la justicia social que a dogmas católicos. De hecho casi ninguno es creyente, pero hemos conservado esa impronta ética durante toda nuestra vida.
Y como esos chopos crecimos, nos emparejamos (bastantes dentro del propio grupo), tuvimos hijos, nos reímos mucho, discutimos algunas veces y nos reconciliamos muchas más. Seguimos viéndonos con regularidad, celebrando las fiestas y viajando juntos, también con los niños. Estos crecieron y se marcharon, ahora somos abuelos, casi todos ya jubilados y volvemos a estar solos.
LA EMBOSCADA
Por fugaces momentos, se abrían claros que permitían ver estrellas en el cielo azul, en un hermoso contraste con los naranjas otoñales. Recuerdo que muchas más estrellas que ahora vi, en sentido figurado, el día que me caí con la moto de mi amigo Willi. Resalte en la calzada, exceso de velocidad, bote brusco y yo y la máquina deslizándonos varios metros por el asfalto dejándome, literalmente, la piel en el mismo. Abrasión en forma de quemaduras y heridas en piernas y brazos descubiertos, que ya comienzan a cubrirse de sangre y queman como ascuas. Aturdido y doliente me levanto, para contemplar estupefacto el juguete roto: la moto que juzgo siniestro total. Otra vez más, acabo de cagarla. No me inquieta la caída, he podido levantarme y estoy consciente. Es tan solo una más a sumar a un largo historial de accidentes con motos y caballos, que siempre me han gustado más que yo a ellos, continuamente empeñados en derribarme. Me preocupa la moto destrozada, que no es mía, y el disgusto que voy a dar a mis amigos y familia.
Los coches paran, se baja gente y peatones contemplan la escena desde la acera. Atribulado, veo una persona que se acerca a mi:
–¿Está bien?. ¡Tranquilo. No se mueva!, me dice imperativo. Soy concejal y acabo de llamar a la policía local. Ya viene una ambulancia de camino, continúa el ciudadano ejemplar sonriendo ufanamente, como si lo expresado fuera tranquilizador. Simultáneamente veo los rotativos azules de la policía, por uno de los carriles en sentido contrario. La cosa está empeorando por momentos, me harán soplar y otras pruebas. Hago un rápido repaso mental de la situación, para constatar que voy bien servido de varios tipos de sustancias y no es momento para exámenes. Ya es de noche y llevamos toda la jornada celebrando nuestro tradicional «Concurso de Tapas». Si soy atendido por la policía y trasladado a un centro sanitario, el cauce habitual, como poco, me retirarán el permiso de conducir temporalmente, y lo necesito para trabajar.
Me siento como ese indefenso roble cercado de piedras que lo asfixian. Definitivamente estoy jodido, malherido y, en breve, cuando llegue la policía, voy a estar rodeado y sin escapatoria. Mientras, veo que se acerca mi amigo Willi, que iba en otra moto.
EL RESCATE
–¿Estás bien, te puedes mover?. La mirada de Willi me transmitía que estaba todo controlado. En ese momento, sobre la moto, me parecía John Wayne montando su caballo, que había venido a salvarme de la emboscada.
–Sí me puedo mover, me duele todo y estoy hecho un Cristo, pero creo que no tengo nada roto, le contesto.
–¡Sube! me dice señalando, con un movimiento de cabeza, la grupa de la moto. Farragosamente, me monto lo mas deprisa que puedo y de forma indiscreta pero rápida, salimos del atolladero rumbo a su casa, donde estaban el resto de los amigos. Miro hacia atrás y veo al resolutivo concejal extendiendo enérgicamente los brazos ¡Pero oiga, que no puede irse así! exclamaba a voces. No se si lo decía preocupado por mi salud o porque me iba de rositas después de haber montado un cirio del carajo. Con estos políticos siempre te queda la duda cuando hablan.
El camino de vuelta, a pesar de la circunstancias, se me hizo corto. Mi amigo iba sorteando con la moto los vehículos con pericia, por la gran avenida que conduce a su casa. De nuevo, la visión cinematográfica de gánsteres huyendo con una scooter, en versión almodovariana por las calles de Madrid, me resultaba inevitable. Yo seguía chungo pero mucho más tranquilo , era un recorrido que Willi conocía bien, estábamos en su barrio. Además de un excelente escapista era celador, un profesional en transportar heridos y, por lo visto en cualquier tipo de circunstancias, con una eficacia y celeridad pasmosas.
Observo en la lejanía las cumbres nevadas de Gredos y me parece una hermosa imagen de western, en la onda de mis pensamientos, que me sitúan de nuevo en aquella noche del concurso de Tapas.
EN LA GUARIDA
Cuando llegamos a casa de Willi, Loreto, su mujer que es enfermera, había preparado una habitación, la cama donde iban a auxiliarme y material para la cura. Después de la emboscada todo estaba saliendo a la perfección, como en un guion de cine. Allí en la guarida, auxiliado por mis amigos, me sentía ya seguro. Mi lamentable estado físico era estupendo, para la ostia que me había dado y me había librado de un marrón aún mayor. A pesar de lo ocurrido, me sentía como James Cagney en «Al rojo vivo», en la puta cima del mundo.
Después de un examen para verificar la ausencia de daños internos, comenzaron a limpiar suave, pero escrupulosamente, las heridas para determinar su alcance. Finalmente, con sumo cuidado pues resultaba doloroso, me hicieron las curas y vendaron.
Cuando salí de la guarida parecía una momia, pero realizaron un trabajo tan extraordinario, que antes del mes ya tenía sanadas todas las heridas y, posteriormente, no me quedó ninguna cicatriz, lo que no es lo habitual en este tipo de heridas abrasivas que son quemaduras.
La jornada estaba resultando una secuencia de cine negro. Había salido de la emboscada y llevado a la guarida para ser atendido, mientras que otro amigo se ocupó de custodiar la moto siniestrada y otros me acercaron a casa una vez curado. Todo sin intervención externa alguna, en la más pura tradición latina de la «Cosa nostra». Es así como se resuelven los asuntos de la «familia» y el trato que merece «Uno de los nuestros».
EL TRABAJO FOTOGRÁFICO
Las nubes acaban por cubrir totalmente el cielo, que adquiere una tonalidad naranja por el reflejo de la luz artificial, acentuando la paleta cromática otoñal del rojo al verde, en una bella combinación de colores. Voy intercambiando objetivos, gran angular (15 mm) para amplia porción de paisaje y tele corto (70-200 mm) para aislar elementos lejanos del mismo. La luz que hay, es suficiente para poderme desplazar por el campo sin linterna y da para exposiciones sobre los 25 segundos a ISOs bajos (100-400).
Con el tele, al tener tan poca profundidad de campo y no haber luz, me cuesta el enfoque. Lo soluciono poniendo una linterna al lado del sujeto del primer plano. Recorro las decenas de metros hasta la cámara, enfoco a la linterna (al ser un punto de luz se enfoca bien), vuelvo para recogerla y regreso a la cámara después para hacer la foto. Cada una de éstas me lleva muchos minutos, pero no me importa. Estoy disfrutando mucho en lo que está siendo una improvisada pero gran noche de fotografía y ejercicio aérobico.
Según mi smartwatch son más de las tres de la madrugada y llevo ya más de 10.000 pasos. ¡Una pasada!, en tan solo tres horas y eso que aún no ha empezado el día. Hoy lo voy a petar y el férreo instructor, en forma de algoritmo estricto que te cagas, seguro que me da un 30 de PAI, por lo menos.
LA ÚLTIMA FOTO
En la lejanía, el embalse de Rosarito forma una curiosa composición de líneas horizontales rodeado de pinos, junto a robles, prados y frutales. Esta geometría delata un paisaje de origen natural, pero profundamente modificado por el hombre, en el que los robles es el único vestigio que queda de la vegetación primigenia. A pesar de ello el paisaje me resulta bello y muestra una notable riqueza.
Está siendo una noche especial y quiero acabarla del mismo modo, con una imagen singular. Escojo como sujeto un chopo sobre carrizo, tras una valla de un prado con frutales. Quiero una imagen pictórica que «sugiera» el paisaje, de modo que este debe aparecer desdibujado. Aunque la foto no va a tener nitidez, no se trata de que esté desenfocada, tiene que estar técnicamente bien realizada. Me decanto por formato vertical y cámara con tele corto a 100mm, sobre trípode. Me desplazo las decenas de metros que me separan de la valla para colocar la linterna y vuelta a la cámara para enfocar. Tras el siguiente viaje para recoger la linterna, comienzan las pruebas para conseguir la foto, con movimiento de cámara. Aflojo un poco la rótula del trípode y hago ligeros movimientos verticales con la cámara durante la exposición. Tras nueve intentos, en los que voy variando los parámetros de exposición y el ritmo de movimiento de cámara, sale, por fin, una imagen que se ajusta a lo que busco.
De vuelta, la vista del hotel, me recuerda que tengo que buscarme la vida para pasar las escasas tres horas que faltan para que amanezca. Son más de las cuatro y ya acuso el cansancio. Delante de la puerta de la habitación vuelvo a comprobar que está cerrada y sin llave. Pruebo con una tarjeta y tras algunos intentos errados, ¡Voilá!, consigo abrirla.
EL SUEÑO DE UNA MEDIANOCHE DE OTOÑO
Ya es mañana y andamos de ruta. Al llegar a la garganta de Alardos, en Madrigal, nos separamos porque yo prosigo a mi bola haciendo fotos. Como ha llovido tanto los últimos días, la garganta es un espectáculo.
Me encanta la fuerza que tiene el agua que, combinada con los colores de la vegetación, conforman bonitas imágenes otoñales. Pero cuando visiono las fotografías en la pantalla de la cámara, creo que no hacen justicia a lo que estoy viendo en ese momento. Debo esforzarme más, para conseguir fotos que me emocionen, como ya lo hace el paisaje.
Veo el magnífico puente romano y decido fotografiarlo desde el centro de la garganta. Puedo hacerlo a través de unas grandes piedras que, alineadas, atraviesan el cauce. La tarea conlleva un riesgo y la ejecuto con cuidado extremo. Llevo la cámara al cuello y el trípode, que me sirve de apoyo, en una mano. El agua baja con fuerza y rebasa las piedras pero consigo llegar al centro y fijar el trípode entre los cantos, justo en el momento en el que mis amigos, de regreso de la ruta, llegan al puente.
¡Qué suerte!, pensé. Les voy a hacer una foto que lo van a flipar. Pero la fortuna es vidrio que se quiebra con cualquier golpecillo. Al retirarme de la cámara tras el disparo, resbalo y caigo al agua.
Intento levantarme, pero el agua me vuelve a tumbar y me arrastra la corriente. Pruebo a asirme a las piedras, pero son resbaladizas y carecen de aristas. Me deslizo río abajo y trato de sacar la cabeza, pero el agua me voltea, hundiéndome de nuevo. Noto los golpes y rozaduras contra las piedras que me deben estar desollando, porque me escuece a rabiar. Sé que me estoy ahogando porque me falta el aire y no puedo respirar.
Una brusca e intensa bocanada de aire por la boca, me despierta. Había tenido una pesadilla y la sensación de ahogo era una apnea del sueño, porque la CPAP, mi inseparable y fiel compañera de cama, se había parado y la mascarilla en la nariz me dificultaba respirar. No importa, ya ha amanecido y es hora de levantarse. Puede que hoy sea un gran día.
ALGUNAS AMISTADES SON ETERNAS
Aún no lo sé, pero será mucho más que un gran día. Vendrán más amigos. Unos prepararán platos para una comida y cena exquisitas. Otros crearán letras personalizadas para cada homenajeado y, algunos más, prepararán vestuario y coreografía para cantarlas a ritmo de Abba. Incluso habrá una canción creada para mí, que no espero. Aún no lo sé, pero acabaré, como otras tantas veces, exhausto de emociones y nutrido de gozo, porque una vez más, la magia inundará el salón acristalado del hotel como lo hacía hace cincuenta años en el humilde local de la iglesia del barrio. Hay amistades que parecen de película. Son amistades eternas.
Algunas amistades son eternas (Pablo Neruda)
Algunas veces encuentras en la vida
una amistad especial:
ese alguien que al entrar en tu vida
la cambia por completo.
Ese alguien que te hace reír sin cesar;
ese alguien que te hace creer que en el mundo
existen realmente cosas buenas.
Ese alguien que te convence
de que hay una puerta lista
para que tú la abras.
Esa es una amistad eterna…
Cuando estás triste
y el mundo parece oscuro y vacío,
esa amistad eterna levanta tu ánimo
y hace que ese mundo oscuro y vacío
de repente parezca brillante y pleno.
Tu amistad eterna te ayuda
en los momentos difíciles, tristes,
y de gran confusión.
Si te alejas,
tu amistad eterna te sigue.
Si pierdes el camino,
tu amistad eterna te guía y te alegra.
Tu amistad eterna te lleva de la mano
y te dice que todo va a salir bien.
Si tú encuentras tal amistad
te sientes feliz y lleno de gozo
porque no tienes nada de qué preocuparte.
Tienes una amistad para toda la vida,
ya que una amistad eterna no tiene fin.
2 comentarios
Buenísimo.Me ha encantado.Eres un artista.
Muchas gracias querido compañero. Es muy importante para mí tu opinion y un honor que te haya gustado.