INTRODUCCIÓN
La chica del vestido azul es una narración novelada sobre la transición de la infancia a la adolescencia y el descubrimiento del amor. Es el primer relato enteramente de ficción que publico y que no tiene relación alguna con la naturaleza o la fotografía. Sentí el impulso de crearlo al enterarme de un dato: el cociente intelectual de la población, que aumentaba constantemente tras la segunda guerra mundial, ha comenzado a disminuir en siete puntos porcentuales por generación a partir de los nacidos en 1975, por lo que en los jóvenes actuales la media es un 14% más baja que en los jóvenes setenteros. Aunque es verdad que este tipo de mediciones tienen sus peros, bajo mi punto de vista, también es cierto que diferentes estudios coinciden y avalan que se debe a causas ambientales, fundamentalmente por el incremento del uso de pantallas y la disminución del hábito de leer libros.
Casi simultáneamente, vi un documental de «Salvados» titulado «Redes sociales: la fábrica del terror», con testimonios espeluznantes sobre atroces asesinatos reales grabados en vídeo y que se cuelgan en redes sociales. Esto, unido al consumo habitual de pornografía por parte de niños y adolescentes y el utilizar casi exclusivamente las redes sociales como fuente de información, en vez de medios acreditados, me llevó a una reflexión sobre los riesgos del mundo pubescente actual y el contraste con el que yo viví.
El relato narra un tiempo en el que se vivía y socializaba en la calle y en el que el mundo se descubría a través de los libros. La única pantalla que había, y solo en las ciudades, era la del cine en la sesión dominical, pues ni siquiera había televisión en todas las casas.
Todas las ilustraciones son montajes creados con Photoshop a partir de imágenes realizadas con Inteligencia Artificial. Responden más a mi gusto particular por ilustrar los relatos (herencia de los cuentos y comics que consumí en mi infancia y juventud) que a la necesidad de la narración, ya que está construida con los detalles precisos para que el lector pueda imaginar tanto las escenas como los personajes.
PERSONAJES
LA CHICA DEL VESTIDO AZUL
Se enamoró al instante la primera vez que la vio, una ociosa tarde de verano, en aquel campo profanado donde ya no cantaban las chicharras. De estampa majestuosa, envuelta en un vestido azul con escote de puntilla, iba erguida y con la cabeza alta, desplazándose por el terroso lecho de la calle con un andar seguro y ondulante, acompasado de un ligero contoneo de caderas, que cimbreaba el vestido en un vaivén refinado. Aquel, ligeramente por debajo de las rodillas, dejaba verlas de vez en cuando, poco abultadas y tostadas, como sus pantorrillas, que se curvaban con elegancia para descansar sobre unos pies pequeños, apenas ocultos en unas sencillas sandalias blancas. Unos rizos oscuros con destellos brillantes arropaban la cara de trigo moreno, redonda, cálida, como un pan recién horneado que resplandecía igual que una luna llena sobre el cielo estrellado.
¡Madre mía, que bellezón! pensó el muchacho impresionado. Aunaba la frescura inocente de Marisol con la sensualidad excitante de Sara Montiel, pero las dos sumadas no la superaban en hermosura. El tiempo se detuvo en aquellos instantes que se alargaron en horas. Era como si el universo hubiese puesto un filtro de cinemascope a la realidad. Todo resultaba más vivo, los colores habían ganado intensidad y su calle, un antiguo camino carretero aún por asfaltar, parecía más ancha y bonita, mientras que los edificios, monótonos y uniformes cubos de ladrillo visto adornados de andamios, se mostraban más regios y esplendorosos, como las históricas edificaciones del centro de la gran ciudad.
La vida del chaval, por aquel entonces, tenía peligro, tanto como Clint Eastwood cabreado, y demasiada acción, más que un trepidante guion de James Bond, aunque con menos explosiones y más andrógenos. Se pasaba el día patinando entre imprevistos entrenamientos pugilísticos con los hermanos Yagüe, en los que él siempre hacía de saco, y espontáneas guerras de trincheras en las zanjas de su barrio, un amontonado grupo de construcciones a medio hacer en el extrarradio de un pueblo que, a su vez, se situaba a varios kilómetros de los suburbios de la gran ciudad. En una de esas populares batallas recibió una pedrada en la frente, provocándole un abultado chichón que comenzó a aliviarse al momento con un cálido y serpenteante reguero, cubriéndole de vívido rojo la mitad del rostro.
De camino a su casa volvió a cruzarse con ella y con otro vestido azul, pero esta vez esos ojos redondos y castaños, relucientes como dos pesetas recién salidas de la Casa de la Moneda, se posaron sorprendidos en los suyos, que metamorfosearon inmediatamente del susto al entusiasmo. ¡Se había fijado en él!, ella, la bella suprema entre las más bellas de todas ellas. El muchacho, colado por la chica hasta las trancas, interpretó esa mirada de asombro como de interés y concluyó que la había impresionado.
Se pasó los días siguientes en una nube, imaginando escenas en que aparecían los dos solos. Unas veces la ayudaba a acabar una redacción de Lengua o a resolver una compleja ecuación de mates, mientras se derretía con su preciosa mirada de admiración. Otras, ella sostenía su mano jurándole amor eterno mientras él yacía en su lecho de muerte, malherido tras haberse enfrentado valientemente a el “Pajas”, el mayor de los Yagüe, porque quería hacerla su novia a la fuerza.
Tras el breve encuentro, el chico se embarcó en la primera misión importante de su vida: descubrir quién era ella. Sabía que iba a ser una tarea compleja y, sobre todo, de riesgo, ya que la chica no vivía cerca de su calle y, en aquella época, alejarse mucho de la misma le resultaba peligroso: se exponía a ser interceptado por los Yagüe y recibir una paliza. Éstos, dos hermanos mayores que él y compañeros de colegio, tenían dos pasatiempos favoritos: masturbarse en clase y meterse con “el peque”, su apodo, porque gozaba del dudoso privilegio de ser el más pequeño de su clase, gracias a ir un curso “adelantado”en un aula repleta de repetidores.
Para evitar a los Yagüe tenía que hacer valer su sólida formación como detective, forjada tras devorarse algunas obras de Conan Doyle y haber visto dos veces “El sueño eterno” en la televisión de sus vecinos de al lado. Así es que diseñó un plan. Si en dos semanas la chica había pasado dos veces por el barrio, seguramente volvería a hacerlo, dedujo astutamente. Le dio una descripción exacta de la muchacha a su vecino del bajo, Toni, que como, además de los padres, eran seis hermanos más dos abuelos y no cabían todos en casa, se pasaba el día entero en la calle. A cambio, si la encontraba, él le compensaría con cinco cromos que no tuviera del “Campeonato de Liga 1970/71”.
La estrategia surtió efecto. Transcurridos unos días Toni llamó a su puerta y él salió ipso facto, con la excusa de que tenía que llevar un libro a la biblioteca que ya estaba fuera de plazo. Ya tenía su cartera escolar preparada con el libro que no iba a devolver, más un viejo sombrero que su padre no utilizaba y unas estupendas gafas de sol de plástico, que le costaron dos reales y hacer los deberes de ciencias naturales a su propietario, que le había quedado para septiembre.
La siguió a distancia, camuflado con el sombrero y las gafas de sol, con el convencimiento de que con esa indumentaria pasaría desapercibido. No fue así exactamente, ya que notó que la gente le miraba extrañada. Al principio pensó que era porque no estaban acostumbrados a ver un detective profesional por el barrio. Después cayó en la cuenta de que le faltaba la gabardina y que los pantalones cortos y la camiseta roja que vestía, tampoco ayudaban mucho.
La vio detenerse a charlar amigablemente con otra chica, antes de meterse a su portal. Las dos gesticulaban entre risas con continuos movimientos de brazos y, de vez en cuando, se cogían las manos. A esa chica rubia la conocía de vista, era la sobrina del quiosquero de su barrio y pasaba por el quiosco muy a menudo. El chico regresó orgulloso a su barrio, una parte de la misión, la más amenazante para su integridad física, resultó un éxito, ya tenía localizado su objetivo y, para más gloria, había salido indemne.
Necesitaba seguir con el plan y esbozar el acercamiento. Lo primero que se le ocurrió fue montar guardia, escondido en el barrio de la chica, y esperar a que ésta apareciera para después hacerse el encontradizo. Pero eso exigía pasar demasiadas horas expuesto y no aseguraba, además, que ella accediera a hablar con él: las pocas chicas que conocía no eran muy confiadas cuando se les acercaba un desconocido No, decididamente era más seguro entablar la relación a través de un intermediario. Por suerte ya tenía un enlace, la rubia, que aunque solo la conocía de vista, resultaba más fácil y menos peligroso contactarla. Ella podría ser la encargada de presentarlos.
Detrás del quiosco era el lugar donde se ponían los jugadores de cromos así es que, a la mañana siguiente, cogió la tercera parte de su taco de cromos y salió dispuesto a despedirse de ellos. Le gustaba jugar, aunque lo hacía poco porque casi siempre perdía, pero era importante no levantar sospechas y no podía apostarse en el quiosco sin más. Ya se habían esfumado la mitad de sus cromos cuando apareció la rubia. Dejó el juego con un escueto “yo me retiro” mientras contemplaba la cara de decepción de su contrincante, que veía como se escapaba la expectativa de hacerse con la mitad que le quedaba.
La chica se retiró del quiosco con un ejemplar de “Diez Minutos” bajo el brazo, mientras desliaba un chupa chups de fresa que su tío le había regalado. La portada de la revista era un retrato del rostro de Marisol a toda página, en la que se anunciaba que había un póster en su interior. El muchacho decidió abordarla, pero su estrategia para acercarse a una chica nunca había sido su fuerte.
–Hola. Perdona, me gustaría hacerte una oferta.
Ella le miró con aire de perplejidad, clavándole sus ojos azul cian que hacían juego con su suéter del mismo color. ¿Quieres ligar conmigo?, soltó abiertamente.
-Pues… no …que va…es que… te he visto con la revista…y…me gusta Marisol, balbuceó vacilante mientras notaba el calor en sus mejillas, arrepentido de no haberse preparado suficientemente la entrevista.
–¡Ah! muy bien, me alegro por ambos ¿Y a mí que me importa?. La cara del muchacho era ya un fresón a punto de estallar.
-Es que… me gustaría tener el póster… para ponerlo en mi habitación, continuó improvisando.
–¡Anda qué cachondo, pues compra la revista! Tras lo cual se introdujo el chupa chups en la boca succionándolo ruidosamente.
–Ya… pero es que vale dos duros… y yo… solo tengo una peseta. La muchacha inclinó su cabeza a un lado y frunció el ceño concentrada, mientras abría sus ojos con curiosidad.
–Tres pesetas, mañana aquí a esta hora, dijo esbozando una suave sonrisa con sus gruesos labios, ahora pintados de rojo, que mostraba unos dientes teñidos de rosa perfectamente alineados. El chico se quedé clavado susurrando tímidamente: Podrías… venir… con tu amiga…Pero ella ya se había alejado apresuradamente con paso firme. El muchacho se quedó un rato mirando como su rizada melena rubia, brillante al sol, se movía rítmicamente con cada paso, saltando graciosamente sobre sus hombros con suavidad y elegancia.
A la mañana siguiente el chico continuaba igual de pelado y necesitaba efectivo, así es que tiró de patrimonio. Recogió una docena de figuras de plástico de indios, vaqueros y un dinosaurio que guardaba celosamente en una caja de zapatos, aunque hacía ya mucho tiempo que no jugaba con ellas. Se acercó de nuevo al quiosco y se las ofreció al quiosquero, pero éste le dijo que no le interesaban, que solo compraba fotonovelas y novelas de segunda mano. En su casa había algunos libros de Astérix y Obélix de tapa dura y muy bien conservados, pero eran de su hermano mayor y no le iba a hacer gracia que desaparecieran. Decepcionado, se quedó un rato dando vueltas por el quiosco maquinando la forma de obtener pasta. En esto se acercó un crío.
–¿Cuanto valen los indios esos? Dijo señalando uno de los sobres que contenía cuatro figuras de indios y vaqueros.
–Doce pesetas, respondió el comerciante. El muchacho creyó ver la desilusión tras las abultadas gafas del niño, tan grandes, que merecían tener código postal propio.
¡Chssss!, le chistó, mientras le hacía un ademán con la mano para que se acercara. El niño, unos tres o cuatro años menor que él, se aproximó con recelo.
¿Te gustan estos? le dijo abriendo la bolsa. El crío abrió sus ojos interesado y escrutó el interior durante unos segundos, para finalmente extraer un indio a caballo y un Tiranosaurio con más dientes que una pelea de perros.
–Sí, aunque están un poco gastados, contestó tras examinarlos detenidamente.
-Te los vendo ¿Cuánto dinero tienes?
–Tres pesetas, respondió tras una pausa, mientras empujaba con el dedo índice el puente de sus gafas.
– Es poco dinero, hay doce figuras. Si tuvieras que comprarlas te gastarías más de siete duros, eso sin contar el dinosaurio que vale por otras cuatro pero, como no son nuevas, te las dejo en tres duros, un chollazo. Si quieres, te puedo esperar un rato mientras vuelves de tu casa.
El muchacho comenzó a rascarse la cabeza con fruición hasta que dejó un hoyo entre los ensortijados rizos.
-Es que mis padres están trabajando y no vuelven hasta la noche, contestó bajando su mirada.
El chico evaluó la situación. Era mucho menos dinero del que esperaba conseguir, pero la rubia aparecería en breve y, al menos, le permitiría pagar lo acordado y continuar con su plan.
-Vale, dame las tres pelas, le dijo mientras le alargaba la bolsa con desgana. El crío hurgó concentrado en uno de sus bolsillos hasta que sacó el dinero y lo entregó para, rápidamente, agarrar la bolsa con ansiedad e irse corriendo a la acera. Seguidamente se tumbó boca abajo y comenzó a sacar las figuras, hasta formar con ellas una abigarrada fila horizontal.
Al poco rato la rubia se presentó a la hora convenida. Venía con las manos vacías y los mismos vaqueros del día anterior pero, en vez del suéter azul, vestía una camiseta morada que contrastaba con el pelo amarillo y se ajustaba más a su torso, dejando ver unas más que incipientes protuberancias en la parte superior del mismo. Al ver al muchacho esbozó una sonrisa.
-Hola, no he traído el póster porque le he dicho a mi madre que era para una amiga y me ha contestado que antes estaba mi hermana, que también lo quería. Pero tengo una idea, se lo puedo decir a mi tío que se lo pida a alguno de los clientes que compran la revista, seguro que conoce a alguien que no quiere el póster. Ya no te cobraría nada, claro.
El chico se sintió aliviado, eso suponía un ahorro y librarse de un objeto que no le acababa de convencer. Si es verdad que había visto todas las películas de Marisol de niña y le gustaban, pero ahora que ella era mayor, no le parecía tan interesante. Ya tenía un póster de Marilyn Monroe en su habitación con una erótica imagen de la estrella, en la que aparecía con un vestido blanco levantado bajo el que se apreciaba con detalle sus esculturales piernas. Además, poner otro nuevo póster hubiese supuesto la regañina de su madre, que no le gustaban los agujerillos que dejaban en la pared tras sujetarlo con grapas.
-No te preocupes. Ahora que lo dices, tengo una vecina viuda que vive sola y siempre compra el Diez Minutos, mintió. Se lo pediré a ella.
-Vale, dijo la chica asintiendo con la cabeza. ¿Cómo te llamas?
-David ¿Y tú?.
-Leire, contestó la muchacha, pero al ver la cara de extrañeza de su interlocutor añadió:
-Es un nombre vasco.
Mientras hablaba con ella, el chico se fijó en que el gafotas había recogido las figuritas y se dirigía hacia el quiosco. Tras una pausa en silencio que se hizo interminable, Leire dijo que iba a ver a su tío. La vio alejarse hacia el quiosco y contempló como el gafotas tenía un enorme puñado de regalices rojos y negros en una mano, mientras que, con la otra, pagaba al quiosquero. El niño se percató de que le estaba observando y metió apresuradamente los regalices en la bolsa.
-El puto crío me ha engañado como a un chino,pensó, podía haberme pagado los tres duros que le pedí. Le sorprendió que alguien más joven que él le hubiese manipulado y se sintió humillado. La frustración vino acompañada de una oleada de enojo, no solo hacia el niño sino, sobre todo, hacia él mismo. ¿Cómo podía haber sido tan imbécil?. El cabreo dio paso a una sensación de inseguridad por su incapacidad para entender a a las personas y manejar las situaciones, la misma que tenía cuando se encontraba con los Yagüe.
Leire volvió acompañada del gafotas y un bolso en una mano que parecía pesado, pues la obligaba a avanzar ligeramente inclinada al lado contrario. Se paró cuando llegó a la altura de David y depositó el bolso en el suelo. El niño, con la cabeza baja, comenzó a escarbar la tierra con un pie, girándolo sobre el talón de un extremo a otro. La muchacha, por el contrario, miró a los ojos a David y vio su expresión de desconcierto.
–Es un bolso lleno de novelas viejas que me ha dicho mi tío que las lleve a casa. Está esperando un pedido y no le caben en el quiosco. Como vio que el muchacho miraba al crío, añadió
-Es mi vecino, el hermano de una amiga. Me ha pedido que le acompañe porque quería comprar regalices. Se me ha despistado un rato porque me he encontrado con una compañera de clase y ahora tiene una bolsa de indios que no traía de casa. Le he preguntado de donde la ha sacado y me ha dicho que se la ha comprado a un chico, pero no le creo porque miente más que habla. Su madre le ha dado 20 pesetas, que es casi lo que valen los regalices que lleva.
El gafotas, que estaba a punto de hundirse en el socavón excavado con el pie, permanecía cabizbajo y callado aunque, de vez en cuando, giraba la cabeza y miraba muy serio a David por el rabillo del ojo. El muchacho comprendió que el crío esperaba su reacción, pero que se sentía seguro bajo la protección de la chica. Él, delante de ella, tampoco estaba dispuesto a decir nada, eso sería reconocer que había sido engañado por un mierdecilla mucho más pequeño que él.
–Bueno, nos vamos, dijo Leire cogiendo el bolso con un gesto de esfuerzo.
-Si quieres te ayudo a llevarlo, pronunció David con la sana intención de colaborar, pero, sobre todo, porque se encaminaba hacia su objetivo. Miró de soslayo al gafotas que apretó los labios y arrugó la nariz en señal de disgusto. La muchacha dudó un instante, pero finalmente asintió.
Anduvieron despacio empuñando cada uno un asa del bolso. Durante el trayecto hablaron del colegio y celebraron la casualidad de que ambos fueran al mismo. Los dos, además, iban a empezar el mismo curso, cuarto de bachiller elemental, aunque sabían que no iban a coincidir porque los chicos y las chicas estaban en módulos separados. El gafotas caminaba callado, chupando un regaliz negro al lado de Leire y oculto a la vista de David tras el cuerpo de ella, pero él ya no le prestaba atención, bastante tenía con otear constantemente en su derredor por si veía a los Yagüe. Solo le faltaba que apareciera alguno dejándole en ridículo delante de ella y lo que resultaba aún peor, que desbaratara completamente su plan.
–Me estoy meando, dijo el gafotas y emprendió una vertiginosa carrera entre trazas de polvo rastrero, mientras que la bolsa de plástico se columpiaba velozmente de atrás hacia delante, como una góndola de feria acelerada. Finalmente se detuvo para meterse apresuradamente en un portal, el mismo en el que se había introducido la chica del vestido azul.
–Parece Correcaminos perseguido por el Coyote, dijo Leire tras soltar una carcajada. El muchacho asintió forzando una sonrisa, pero ya más relajado sin la incómoda presencia del niño y sin los Yagüe a la vista. Continuaron caminado, reposadamente, hasta que la chica se detuvo en el portal contiguo al que se había metido el gafotas.
-Ya hemos llegado. Yo vivo aquí, en el segundo A
–Si quieres te ayudo a subir el bolso, dijo David sin apenas convencimiento, intuyendo la respuesta que la muchacha le iba a dar.
–Mejor que no, a mi madre no le gusta mucho que lleve gente a casa y menos si son chicos. Hace unos meses subió conmigo un chico del barrio porque tenía que darle una peonza que había encargado a mi tío y me echó una bronca muy gorda. Me dijo, muy enfadada, “Que sea la última vez que subes con un chico a casa”.
–Claro, respondió el muchacho como si fuese la cosa más natural del mundo. ¿Y tu padre? preguntó. La chica adoptó un gesto serio y miró hacia el suelo sin responder. David no insistió, desde hacía rato lo único que le preocupaba era como comunicarle que quería conocer a la chica del vestido azul, pero no encontraba la manera. Pedirle abiertamente que se la presentara le resultaba muy brusco y, por otro lado, le daba vergüenza que se enterara de que esa chica le gustaba. La voz de Leire le sacó de sus pensamientos.
-¿Te gusta leer?
–Mucho, respondió él, sin saber muy bien a qué obedecía esa pregunta. La muchacha seguidamente abrió el bolso, en el que pudo ver algunas fotonovelas, entre un montón de novelas viejas de Corin Tellado y del Oeste.
–Escoge una, dijo la chica con voz imperativa. El chico, con regocijo, sacó una de las que estaban encima y aún no había leído. En la portada se veía un vaquero disparando un revólver y se titulaba “El mejor colt de Texas” de Marcial Lafuente Estefanía.
–Muchas gracias, expresó sonriendo con entusiasmo. A Leire le resultaron singularmente hermosos esos ojos en los que ya se había fijado y le parecieron castaños pero que ahora, con un brillo especial, mostraban también tonalidades verdes, como dos gemas de jade jaspeado.
–Te la devuelvo mañana o pasado como muy tarde continuó David, con la intención de mostrar que era una persona responsable.
–No es urgente, hombre, respondió la muchacha con expresión divertida. Se van a tirar tiempo dentro del bolso muertas de risa. ¿Te gusta el cine?
–Sí, dijo el muchacho. Voy todos los domingos a la sesión de las cuatro y media.
–Que bien, respondió Leire, yo también voy con mi amiga todos los domingos. Pues, si te parece, podemos quedar este domingo a las cuatro en la taquilla del Kursal y me traes la novela.
–Vale, asintió David con un gesto afirmativo de cabeza. ¡Pues hasta el domingo entonces!.
Leire subió las escaleras deprisa sin casi notar el peso del bolso. Experimentaba una mezcla de sorpresa y alegría por el sentimiento nuevo y desconocido que la embargaba. Ya en su casa saludó a su madre sin apenas mirarla y se encerró inmediatamente en su cuarto para, con ansiedad, abrir urgentemente su diario: tenía muchas cosas nuevas que contar.
David, por su parte, emprendió la vuelta con paso ligero, mientras le invadía una sensación de júbilo y autocomplacencia con el pulso acelerado golpeando sus sienes. Notaba un vacío en su estómago pero no tenía hambre, algo parecido a lo que sentía antes de hacer un examen, aunque más pronunciado y agradable.
Comenzó a fantasear sobre lo que pasaría en el cine y, a pesar de que su plan había funcionado a la perfección, por momentos se arrepentía de haberlo puesto en marcha. Con frecuencia se bloqueaba cuando se ponía nervioso y no estaba seguro de si iba a saber qué decir cuando la tuviera de frente. Le asediaban las dudas por no haber previsto las consecuencias ¿Cómo había sido tan estúpido de pensar que una criatura tan hermosa iba a interesarse por un ser tan insignificante como él?, se interrogó torturándose. El entusiasmo inicial comenzó a desvanecerse, mientras le asaltaba un creciente sentimiento de miedo ante el inminente e inevitable encuentro con la chica del vestido azul.
COMENTARIO
Habrá notado el lector que, en la trama, aparecen conflictos todavía sin resolver, unos expuestos de forma clara y otros más sutiles que se intuyen. Eso es porque el relato forma parte de una narración más extensa que se alarga en el tiempo. Desde esta perspectiva no es casual que David sea un estudiante en un entorno obrero, ni que el Gafotas exhiba una notable predisposición para el engaño y los negocios, o que Leire sea vasca y se abra un interrogante sobre su padre. La chica del vestido azul, por su parte, es una incógnita aún por despejar.
Se sitúa en las décadas de los 70 y 80, un período interesante por la influencia que tuvo en el devenir histórico y social de nuestro país. Ocurrieron tantas cosas -algunas de ficción, como estamos descubriendo ahora- y los cambios fueron tan notables, que no es necesaria mucha imaginación (de la que yo no ando sobrado) para crear una novela: basta con haberlo vivido y acudir a la hemeroteca para documentarse.
El relato, en realidad, está concebido como el inicio de una novela de la que no sé si llegaré a escribir la palabra «Fin». Es un proyecto ambicioso que requiere mucho tiempo, puede que años, además de habilidades literarias, y no tengo mucho de ambos, aunque en el aprendizaje de las técnicas del oficio de escribir estoy poniéndome ahora a ello. Al menos me ha servido para introducirme en la piel de un escritor y ser consciente de que escribir ficción es una aventura, extraordinaria y compleja, lo que ha incrementado mi admiración hacia todos los autores, incluso los considerados «menores», como algunos de los que se citan en la narración
Imaginad que es un fragmento del principio de una novela que os habéis descargado de Amazon en vuestro Kindle, cuya sinopsis habla de la forja de la propia identidad de unos jóvenes, a través de una historia de amor durante la Transición, con el conflicto vasco como trasfondo. ¿Os ha parecido interesante este fragmento que habéis leído? ¿Os ha enganchado?. Y en ese caso ¿Os gustaría saber como van creciendo esos personajes, a qué obstáculos deberán enfrentarse y que conflictos deberán superar para conseguir sus objetivos? ¿Qué papel jugarán, una vez adultos, en la sociedad española del momento?
No pido que respondáis a estas preguntas, me estaríais escribiendo la novela. Me basta con saber si pagaríais los 4,50 pavos que vale descargarse el libro de ese autor desconocido. Eso será de gran ayuda para decidir si debo continuar con la trama o seguir dedicándome a fotografiar pájaros y lunas. Estaré agradecido si dejáis vuestros comentarios, tanto los aprobatorios siempre que sean sinceros, como los críticos, que seguro que si lo son.
Deja una respuesta