PRÓLOGO
“Quedamos en la eternidad, amor mío” es un cuento de navidad, ilustrado con IA , sobre la idea de amor eterno. Es, tras Peppo y Peppiniello, el segundo cuento para adultos que publico.
“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”. Con esta frase, Drácula inmortaliza una de las declaraciones de amor más bellas e inspiradoras que ha dado el cine y la literatura. Expresa el deseo de búsqueda de un amor que transciende el tiempo, pero lo vende muy caro: es tan raro, que un mortal puede que necesite varias vidas, si ello es posible, para encontrarlo.
Aunque el concepto de “amor romántico” es muy rico y se materializa en diversos tipos de relaciones muy diferentes, tanto en su forma como en su duración, la aspiración a un amor para toda la vida es un anhelo muy extendido. Pero resulta difícil quizás, como se sugiere desde la antropología, porque estamos programados para que nuestras relaciones no duren más de cuatro años, en base a la herencia de nuestros antepasados homínidos.
Pero si algo caracteriza a nuestra especie es la capacidad para burlar el determinismo biológico, gracias a nuestra gran inventiva. Así, aunque la pasión sea poco duradera, puede irse complementando con el tiempo con intimidad, que no es más que la expresión de la comunicación y confianza en la otra persona, así como con el compromiso del cuidado mutuo y una vida juntos.
Este cuento narra la crónica de un amor que va más allá de la vida. Como en todo cuento de navidad, lo extraordinario se hace cotidiano y gira en torno a la explosión de emociones que surgen de una epifanía, una revelación que condiciona el devenir de la historia.
QUEDAMOS EN LA ETERNIDAD, AMOR MÍO
Tiempo de lectura: 14 minutos.
LA MANO DEL DESTINO
Estreché esa fría y huesuda mano y percibí un ligero olor rancio y picante, que inmediatamente identifiqué con la putrescina, por lo que concluí que su dueño debía haber estado manipulando un cadáver. Esto me extrañó, aunque fuese un catedrático de zoología: es muy poco común trabajar en el laboratorio en Nochebuena.
Pero para lo que no encontré explicación alguna, fue para el violento estremecimiento y esa angustia que me sobrevino con el contacto, como si a través de la mano hubiese penetrado, de repente, en una oscuridad helada de la que era imposible escapar, igual que en esos sueños en los que acechado por un peligro te quedas paralizado. Tras el aterrador saludo se sentó de nuevo, con extrema lentitud, al otro lado de la mesa. Me miró lánguidamente desde un rostro inerte, solo los labios comenzaron a moverse, como si fuera el muñeco de un ventrílocuo.
—Le pido disculpas por citarle en esta fecha tan familiar y festiva, pero es el mejor momento para que estemos solos y esta entrevista sea de incógnito, algo imprescindible. Me alegra que le interese colaborar en el estudio de la migración del charrán ártico, —dijo con voz muy débil y pausada.
— Por cierto —prosiguió— , he visto en su expediente que usted participó en los censos de aves que realizamos en los 80 en los humedales manchegos. Doy por hecho que conoce a mi hija Alicia, Coqui como la denominamos familiarmente, que también intervino en esos censos y que estaba en su mismo curso. No sé si sabe que lleva muchos años residiendo en Alaska. Aunque ella trabaja como profesora en Newtok, me consta que mantiene su afición a la ornitología, por lo que seguramente podrá proporcionarle información de interés respecto a las ubicaciones de las colonias de charranes.
—Claro que la conozco, —afirmé— . Estaré encantado de hablar con ella y recabar todos los datos que pueda aportarme.
—Estupendo, —replicó el catedrático—. Por razones que no vienen al caso, — continuó— , hace mucho tiempo que no sabemos nada de nuestra hija. Esta noche su sitio continuará vacío, como las nochebuenas anteriores, lo que como es de suponer nos produce desazón y una enorme tristeza, tanto a su madre como a mí. Por ello agradeceríamos ambos, pero sobre todo su madre, que mediase para que se produjera un acercamiento. Por supuesto que con la máxima discreción, por lo que le ruego que mantenga esta reunión en el más estricto secreto.
Salí del despacho intrigado, no entendía la reserva del catedrático, pero por cautela ante su actitud apática tampoco le pregunté. Recorrí el largo pasillo flanqueado por distintas dependencias, entre las que aún estaban las vitrinas con animales naturalizados, como zombis a punto de despertar. Oía mis pasos en el silencio sepulcral del lóbrego edificio, resonando rítmicamente en un ambiente sin vida, como campanas doblando, una noche invernal, en la fría calma de un cementerio.
Pasé delante de las dos puertas batientes del laboratorio, del que se desprendía un intenso olor a formol y me asomé por el estrecho rectángulo de cristal de una de ellas. Las mismas filas de mesas bajo la misma luz fría de los fluorescentes, con sus microscopios y lupas binoculares uniformemente distribuidos y perfectamente alineados, frente a las mismas banquetas cromadas de asiento de sky negro. Todo permanecía exactamente igual que en mi época de estudiante, por lo que me resultaba familiar. Sin embargo, resultaba tan raro como la sensación de irrealidad que me envolvía. A pesar de la extrañeza, lo justifiqué por el déficit de financiación de la universidad pública.
Mucho más chocante me resultó la petición personal del viejo profesor, al que conocía bien aunque llevábamos muchos años sin vernos. Siempre había sido una persona distante y poco dada a las confidencias. Además, tenía la sospecha de que él sabía que su hija Coqui y yo habíamos mantenido una relación en el pasado que, aunque con reserva y sin acabar de formalizar, se mantuvo durante dos largos años.
Pasé la navidad en soledad, lo habitual en los últimos años, pero ésta fue particularmente triste. La entrevista con el profesor y la memoria de su hija me removieron por dentro, ahogándome de nostalgia.
LA SEPARACIÓN
Recuerdo el día de nuestra abrupta separación. Habíamos ido un fin de semana a las Tablas de Daimiel con el fin de observar las aves del carrizal. Estábamos sobre un sendero de madera, con el telescopio apuntando a un macho de escribano palustre. Fue el momento que escogí para darle una transcendental noticia.
—Tengo que decirte algo importante, —dije
—Y yo también, —contestó ella— . Tú primero.
—Ayer recibí la carta de Birdlife International comunicándome que me han concedido la beca de investigación sobre la grulla siberiana. Parto el martes para Rusia.
—¡Que bien! —expresó con entusiasmo— . Tú primer trabajo serio como biólogo. ¿Cuánto tiempo?
—En principio tres años, pero puede que se alargue hasta seis. Podías venirte conmigo. —Vi como bajaba su mirada y una sombra se extendía por su semblante.
—Es mucho tiempo y creo poco probable que pueda dedicarme a la enseñanza en Rusia. Además, tú viajarás con frecuencia y no voy a ir continuamente detrás de ti, yo también necesito encauzar mi vida profesional.
Tras una pausa incómoda le pregunté: —¿Qué tenías que decirme?
—No, nada, — me respondió muy seria— . Era una tontería sobre la escapada a Doñana que habíamos planificado, pero ya no tiene sentido—. Tuve la impresión de que me estaba ocultando algo.
—Bueno, no pasa nada. Es solo una momentánea separación, — dije.
—No, — contestó. —Esto, en la práctica, es el fin de nuestra relación. Es demasiado tiempo para mantenerla en la ausencia.
Tras mi marcha mantuvimos el contacto apenas unos meses. De repente, dejó de responder a mis cartas. Tras cuatro años de estancia en Rusia, finalizó el estudio sobre las grullas siberianas y volví a España. La busqué sin éxito, no supe nada de ella durante más de veinte años, hasta que tuvo lugar la entrevista con su padre.
EL REENCUENTRO
Después del encargo del catedrático, permanecí unos meses en Madrid reuniendo información para el proyecto y preparando el viaje a Alaska.
A finales de marzo, tras tres días de viaje me planté en Newtok, dónde vivía Coqui. No me costó mucho dar con su residencia con las indicaciones que me dio una mujer yupik, la única persona que encontré en la calle.
El poblado se componía de unas cuantas decenas de casas prefabricadas, de colores granate y azul, que se levantaban desordenadamente sobre el permafrost. Ahora, con el deshielo de comienzos de primavera, era un abigarrado conjunto que contrastaba con los escasos terrenos de pastizal que, tímidamente, asomaban en el paisaje gélido. El omnipresente sol primaveral ártico inundaba de destellos dorados la infinita llanura espejada, cómo lucecitas intermitentes sobre un manto blanco, simulando a la perfección un ambiente navideño. «Bastante apropiado para una vuelta casa, si ella me estuviera esperando», pensé apenado.
Tenía miedo. Habían pasado ya veinte años desde la última vez que hablamos. Éramos tan jóvenes, que lo más probable es que ahora nos viésemos como dos extraños. Además, aunque yo no la había olvidado, era lógico pensar que ella hubiese formado una familia.
Corroído por la incertidumbre, permanecí dudando unos instantes delante de la puerta. Finalmente pudo más mi deseo de verla y llamé con el estómago encogido. Apareció Coqui y se quedó petrificada bajo el umbral. Enarcó sus cejas permitiéndome sumergirme en el mar de miel de sus ojos, que seguían siendo igual de hermosos y tan dulces como sus labios, ahora abiertos de asombro, antes de extender sus brazos alborozada y fundirnos en un largo abrazo.
— Pero bueno ¡Qué inmensa sorpresa! ¿Qué haces tú aquí? —Reconocí reconfortado el familiar tono suave de su voz, que me transportó a un tiempo feliz.
Iniciamos una atropellada conversación, deseosos ambos de contarnos las peripecias de tantos años de distanciamiento. Pero, esta vez, dejé que fuera ella la que primero contase su historia.
El entorno salvaje de Alaska y sus posibilidades laborales, siempre habían ejercido un gran atractivo en su espíritu, entonces aventurero, de joven bióloga, me contó. Pero fue una fuerte discusión con su padres, ambos del Opus, tras comunicarles su deseo de ser madre soltera, lo que acabó con el vínculo familiar y precipitó su migración. La confirmación de mi sospecha de que tenía familia, fulminó mi débil expectativa de retomar nuestra relación. Aunque me moría de ganas por conocer su situación sentimental, no quería abrumarla con ese tema, así es que le pregunté:
—¿Hace mucho que no hablas con tus padres?
—Pues hará unos dos años que hablé con mi madre, cuando me comunicó la muerte de mi padre, —me respondió. — Un escalofrío recorrió mi espalda y se aceleró mi pulso sumergiéndome en una inquietante sensación de vacío. Mis sólidas creencias, fundamentadas en el paradigma científico, se tambaleaban ante la incómoda certeza del encuentro con un muerto que me pareció estar muy vivo. Pero me sobrepuse y expresé, más acojonado que acongojado, unas palabras de condolencia.
Obviamente no le dije que hacía poco que había visto a su padre, ya que había acordado mantener el secreto. Además no quería empañar la alegría de nuestro encuentro, con lo que cualquier mente racional juzgaría como un disparate.
Lo que sí le conté fue como la busqué infructuosamente tras mi vuelta de Rusia, hasta que por nuestra compañera Ana me enteré que se había venido a Alaska y poco más, porque tampoco ella sabía nada tras su partida. También le mencioné que contacté con sus padres, pero solo recibí evasivas. Tras esto desistí en la búsqueda hasta hoy, que he venido por un trabajo sobre el charran ártico. Y ya que pasaba por aquí… concluí esbozando una sonrisa.
—¿Te apetece un whisky u otra cosa? Tengo que decirte algo importante, —dijo ella. — La miré atentamente en silencio, con el recuerdo de que esas casi fueron nuestras últimas palabras antes de nuestra separación. Transcurrieron unos segundos, en los que percibí que ella estaba ordenando su mente, cuando se abrió la puerta de la entrada y una figura envuelta en una parka se adentró en el salón.
— ¡Aingai! —pronunció, mientras retiraba su capucha y aparecía una lisa melena rubia que enmarcaba una cara redonda, de cutis blanquecino y ligeramente enrojecido, sobre la que apenas sobresalía una nariz roma, como la de Coqui. Casi simultáneamente fijó su joven mirada en la mía. Pude ver la incredulidad en su ojo azul y el asombro en su ojo marrón, lo mismo que vería ella en los míos también heterocromáticos, una rara anomalía congénita.
— Coño Coqui, podías haber empezado por ahí. Esto se avisa…— dije mientras, hundido en un océano de perplejidad, me levantaba con la intención de abrazar por primera vez a mi hija.
EL RETORNO DEL AMOR
Pasé unos fabulosos días, en compañía de las dos, antes de ir en busca de los charranes.
—¿Por qué no me dijiste que teníamos una hija? —Pregunté a Coqui la tarde antes de salir de viaje.
—No quería destrozar tus sueños, — respondió. Además, intuí cierto cariño hacia esa compañera irlandesa de la que me hablabas en algunas de tus cartas. No te lo reprocho, era lo esperado en esa situación.
—Te mentiría si te dijese que no he tenido otras relaciones, pero ninguna cuajó. Nunca he dejado de quererte, —le dije mirando sus ojos castaños que me escrutaban amorosamente. Los dos siempre habíamos sido transparentes, sabíamos leer mutuamente los sentimientos del otro.
—Lo mismo puedo decirte yo —confesó.
Nos abrazamos intensamente, sin espacio entre nuestros cuerpos. Me resistía a soltarla por temor a que la distancia regresase. Nuestras manos recorrieron lentamente las formas que alguna vez conocieron, como si quisieran memorizar de nuevo cada detalle.
El beso llegó como una explosión de sentimientos: primero con delicadeza, como quien se encuentra con algo sagrado, y luego apasionado, lleno de años de deseos reprimidos. Hablamos sin palabras, donde cada contacto, cada caricia, contaba la historia de lo que fuimos y de lo que aún esperábamos construir.
Pasado y presente se mezclaron y todo el peso del tiempo extraviado desapareció. Era amor en su expresión más pura y sincera, una promesa silenciosa de no volver a separarnos jamás.
RECUPERACIÓN DEL TIEMPO PERDIDO
Solicité a mi hija que me acompañara en mi viaje por el territorio salvaje de Alaska. Pensé que su naturaleza majestuosa y el aislamiento, constituían un marco perfecto para explorar emociones profundas. Además, su mayor conocimiento del país y de la lengua -ella habla el inuit-unangan-, serían una gran ayuda para movernos por el territorio.
El comienzo fue difícil ya que éramos dos desconocidos, pero estábamos condenados a entendernos y teníamos voluntad de hacerlo. Los roces iniciales, con el paso de los días, se fueron transformando en una buscada complicidad. Nos vimos obligados a superar situaciones tensas, como dos veces que nos perdimos y otra que tuvimos que ahuyentar a un oso polar. También colaborábamos en la ingente tarea de censar a los charranes. El trabajo cooperativo y el mutuo conocimiento fue, paulatinamente, estableciendo un vínculo entre nosotros.
Habían pasado cuatro meses y estábamos ya al final del viaje.
—Esta es la última colonia de charranes que visitamos, mañana regresamos—dije.
—Ha sido una experiencia muy emocionante. Me ha encantado conocerte, papá.
—Lo mismo digo hija, —respondí —pero tengo un enorme pesar por haberme perdido todos estos años. Te pido perdón por ello.
—Estás disculpado, desconocías mi existencia. Tendremos que hacer todo lo posible por recuperarlos, —me contestó.
Concluido el trabajo, poco antes del solsticio de invierno, llegó el momento del regreso a España. Pero esta vez volví acompañado de mi familia y fuimos inmediatamente a visitar a la madre de Coqui, ya muy anciana.
Era navidad y fue un emotivo encuentro que supuso una efectiva reconciliación, además de un bálsamo espiritual para la mujer, que murió en paz pocos meses después. Entonces comprendí la visita de su padre muerto. Fue por amor, hacia su mujer y su hija, que volvió del más allá para reconducir el destino. Debía arreglar unas relaciones rotas por el fundamentalismo de unas creencias y un orgullo absurdo.
QUEDAMOS EN LA ETERNIDAD, AMOR MÍO.
Para Coqui
Tras nuestro regreso de Alaska nunca nos separamos, hasta mi muerte. Crees que yo me he ido para siempre y sufres por ello. Sé que, desde mi partida, sientes que la casa respira un aire distinto, pesado, como si las paredes conservaran el eco de mi risa y la ausencia de mis pasos. Que despiertas cada mañana envuelta en un silencio que no es paz, sino un vacío que grita. Los días, antes tan llenos de pequeñas rutinas compartidas, ahora se deslizan como sombras largas y frías.
Te sientas a leer en el sofá y acaricias el hueco que aún guarda la forma de mi cuerpo, como si estuviera sentado a tu lado. Percibes un aroma fugaz, el mío, que crees oler en el aire y , en vez de confortarte, aumenta tu melancolía. «Solo son recuerdos que juegan con mis sentidos», te dices.
Crece en ti una rabia contra el mundo que sigue su curso indiferente, como si no hubiera pasado nada, mientras bordeas el abismo de mi ausencia con un dolor que sabe dulce. Es una herida que no quieres cerrar porque yo vivo en ella. Sientes que cada grieta de tu corazón quebrado, es el testimonio del inmenso amor que compartimos y el último vestigio que queda de mí.
LA ÚLTIMA NOCHEBUENA
Me duele tanto tu pena, que desde el umbral incierto donde la vida es solo un eco y el tiempo se disuelve en brumas, he regresado. En la soledad de esta nochebuena, mientras yaces agotada por el peso del duelo de tu alma quebrada por mi ausencia, escribo desde la frontera de lo imposible esta historia, la nuestra.
No soy carne, no soy sangre; soy un hálito de amor que se niega a desaparecer, un susurro que se rebela contra el silencio eterno. He cruzado ríos de olvido y he pisado la arena del no-ser, todo para poder golpear este teclado que aún guarda el aroma de mi tacto, todo para escribir las palabras que mi corazón nunca dejó de pronunciar.
El abismo no me impide buscarte, pues nuestro amor no conoce cadenas ni final. Aunque mis ojos ya no te contemplen, mi espíritu danza a tu alrededor, abrazándote en cada sombra, en cada rayo de luna que acaricia tu rostro.
Quiero hablarte de las flores que ahora nacen en el campo de lo eterno, de las estrellas que visito para recordar nuestras promesas, de la paz que he encontrado pero que no es completa sin tí. Te pido que tus lágrimas no sean de tristeza, sino de esperanza, pues el amor es la única verdad que prevalece.
Mañana, en la dulce compañía del jugoso fruto de nuestro amor, hija y nieta, encontrarás esta carta en el árbol de navidad. Será revelado el secreto de mi encuentro con tu padre, hace hoy cincuenta nochebuenas. Descubrirás que lo imposible es solo un puente, cuando es el amor el que guía el paso. Como recuerdo que te dije hace mucho tiempo: “No pasa nada, es solo una momentánea separación”. Es un paréntesis de tiempo, otro más, al que seguirá el reencuentro y, tras éste, ya no habrá tiempo que nos separe. Hasta entonces te estaré esperando. Quedamos en la eternidad, amor mío.
“Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.”
«Amor eterno» Gustavo Adolfo Becquer
8 comentarios
Excelente Cuento de Navidad, Juan Ramón.
Sabes que no creo en la vuelta del espíritu, sino que es el recuerdo de quienes quedan lo que nos hace seguir viviendo, pero, en tu cuento, describes tan bonito el amor eterno, que todo lo puede, que parece posible, pero bueno… Es eso, un cuento.
Me ha encantado, felicidades.
MGH
Me han atrapado los diferentes matices y vectores de la historia. Los escenarios árticos reales y lo simbólico que leo en ellos me engancharon. Las relaciones familiares, la vida, el amor, la muerte, el duelo, las distancias,los desencuentros y reencuentros se articulan muy suavemente en la historia.
Los detalles ‘biológicos’ me fliparon ( el detalle de la heterocromia, el protagonista saliendo del laboratorio donde ve animales disecados, la presencia de los charranes y las grullas siberiana, el momento del oso polar en Alaska con la hija) porque le dan un brillo especial y añaden a los simbolismos de la historia.
No sabía que los cuentos de Navidad fueran un género específico y me ha encantado entender un poco de su genero.
Quizás lo que me deja inquieta de la historia es la facilidad con la que algunos de los personajes retoman el vínculo después de movidas emocionales intensas. La ausencia de años, el descubrimiento de una hija, el volver a ver a una madre anciana y el recibimiento desde el amor sin un grado de turbulencia me resulta curioso. Sin embargo, no sé si esto es precisamente parte del tipo de narrativa y género de la historia.
Gracias Juanra por compartir el cuento 🙂 me ha entretenido !
Muchas gracias Silvia por tu comentario. Me encanta la apreciaciación que haces sobre el ritmo de la historia y que te haya resultado adecuado el engarce de las diferentes derivadas que se narran: amor, muerte, duelo, relaciones familiares, encuentros desencuentros, etc. También quiero agradecerte el reconocimiento de los detalles «biólógicos», como dices, lo que creo que responde a una deformación profesional: es un terreno en el que me siento cómodo.
Respecto a la categoría de los cuentos de Navidad, efectivamente es considerado un subgénero con características propias. Son historias que transcurren durante la Navidad, pero sobre todo en «ambiente» navideño, reflexivo, nostálgico y lúdico, pero también triste, aunque el escenario sea una calurosa playa tropical. Los cuentos navideños apelan a los sentimientos primarios. El amor, el miedo, la alegría, la sorpresa o la tristeza deben ser la base del universo emocional del cuento. Éste debe contener una epifanía, una revelación que otorgue transcendetalidad a la historia y nos revele, a través de la experiencia del protagonista, una cualidad positiva de la condición humana y que, además, sea el mensaje último que quiere transmitir el cuento. Otra característica es que el argumento suele ser una aventura retorcida, elaborada, porque los autores se valen de cualquier recurso para transmitir ese mensaje sentimental y revelador. Y por último lo que tú también has señalado de este cuento, deben ser una diversión. A través de la historia el lector se debe emocionar, pensar y sacar conclusiones sobre el tema tratado.
Respecto de la frivolidad que comentas, sobre la manera de retomar el vínculo los personajes tras intensos desencuentros emocionales, no es una característica exclusiva de los cuentos de Navidad. Es una consecuencia de cualquier relato corto. La brevedad impone recurrir a la «elipsis», un recurso narrativo en el que se obvia una parte de la historia que el lector comprende aunque no se le explique. Esto, por supuesto, no ocurre en la novela, dónde el autor dispone de espacio suficiente para dejar sobradamente explícita la peripecia emocional de los personajes.
Muchas gracias Martín por tu comentario. Efectivamente lo imposible, lo sobrenatural es una de las características del cuento de Navidad, como señalo en la respuesta al mensaje de Silvia, y por eso es un cuento como bien dices. Pero eso es, precisamente, uno de los grandes valores de la ficción en la literatura, su capacidad para transportarnos a un universo donde lo imposible se viste de realidad.
Me ha gustado mucho leerlo, tiene un desarrollo muy agradable, muy inverosímil, es un cuento y como tal está muy bien escrito, enhorabuena sigue escribiendo Juanra
….buen 2025
Muy agradecido Carmen de tu comentario. Valoro mucho tus palabras alentadoras porque conozco tu gran afición lectora y tu atracción por la escritura. Por eso me satisface que te haya gustado y agradezco enormemente tu felicitación.
Eres un un excelente narrador, como ya sabiamos, quedido Juanra, con el manejo que tienes de nuestra lengua, podrias fundar una nueva iglesia, un partido politico o que se yo,,, no te faltarian seguidores.. Tienes el don de transmitir los sentimiento y hacernos creer que son nuestros, a quien no le hubiese gustado ser el prota de esta historia deamor, a mi si,,Enhorabuena maestro. Una duda,,, lo de Becquer, hicisteis la mili juntos o que? Un abrazo grande.
Jajaja. gracias Antonio. Admiro tu magnífico sentido del humor.Nunca se me hubiera ocurrido fundar una nueva iglesia o partido, auque tienes toda la razón, visto el nivel de algunos líderes políticos y religiosos, hasta yo podría hacerlo mejor. Y respecto a tu duda, no tuve el honor de coincidir con Bécquer en la mili, pero por muy poco: cuando yo comencé de recluta, él se acababa de licenciar. Me encanta tu agudeza y alegría. Un enorme abrazo